Veinticinco años como médico

Hoy, hace veinticinco años, me gradué como médico. Desde que comencé mi formación, en estos cinco lustros he tenido etapas de encuentro y desencuentro con mi profesión; momentos en los que incluso decía que fui médico, pero que ya no lo era por dedicarme a la salud pública y a la docencia.

Debo reconocer que desde hace varios años me siento feliz y contento por mi profesión. El camino que me ha ofrecido la vida o que he labrado con mos buenas o malas decisiones e indecisiones me agrada, disfruto andarlo, sobre todo por que al mirar al horizonte no veo un final predecible y reiterativo. Aunque soy esencialmente un animal académico, los encuentros (y pocos desencuentros) con mis colegas y estudiantes me ofrecen sendas aventuras.

Se lo suelo repetir a los adolescentes indecisos que le coquetean a la medicina y me piden consejo (menos mal son pocos). Esta profesión ofrece un abanico tam amplio de posibilidades que si quiere pasar su vida con los ojos clavados en el microscopio lo puede hacer, o si quiere ver pacientes todos los días cual maquila de consulta o abrir abdómenes y acariciar tripas (sin importan de quien sean) también lo puede hacer; o si opta por el reconocimiento de la medicina como una actividad ineludiblemente social y política y amplia la interacción a los colectivos en procura de la buena vida, incluso, si deciden sumergirse en las densas aguas del activismo político… también vale. O si quiere escudriñar el pasado, ya sea buscando pistas para el futuro o por el simple placer masturbatorio intelectual, o si al final, sin pretender ser Chéjov o pretendiendo serlo, si lo que quiere es rescatar las historias cotidianas de su propia experiencia y del encuentro con otros… entra en el baile también. En fin, las posibilidades pueden ser inmensas en número y profundidad.

Claro, toda historia tiene su lado oscuro, cada opción no depende meramente de la simple decisión: si quiere ejemplificar lo que es la corrupción en un país como Colombia, basta ver los procesos de selección de la mayoría de universidades para acceder a los posgrados clínicos y quirúrgicos; tenemos un sistema de salud que ni es sistema ni es de salud y poco hemos hecho al respecto; y ni hablar de las cagadas profesionales o personales o las mixtas.

Pero hoy no quiero quejarme; hoy, quiero celebrar y reconocer que, veinticinco años después, cuando interactúo con mis compañeros de promoción, algunos más cercanos, muchos más distantes, veo esa inmensa pluralidad y me siento orgulloso de cada uno de ellos y sí, también me siento orgulloso de mi propio recorrido: un cuarto de siglo siendo médico.

El falso dilema: Covid-19 versus movilización y protesta social

«Reivindiquemos la urgente necesidad de la democracia directa, de nuestra democracia (…) la democracia mía, tuya y nuestra; la de unirnos para construir juntos un buen vivir para todos»

Hace seis años que no escribía en este blog. Después de este prolongado letargo ha llegado el momento de volver. No hago promesas de regularidad, pero al menos, hoy siento la necesidad de compartir con ustedes lo que estoy sintiendo. ¡Aquí va!

Desde hace días tengo una sensación confusa sobre la situación que estamos viviendo actualmente en Colombia, un aparente dilema entre protesta social y el estado actual de la pandemia por la [[Covid-19]]. Pues como salubrista me preocupa muchísimo la nueva meseta en la que estamos, en la que tenemos en promedio 500 muertes diarias en Colombia, 70 en Antioquia y 37 en Medellín. Con una ocupación de UCI en Antioquia próxima al 100% y una fila para acceder a este servicio de 110 personas en promedio. Hace un mes, antes de que comenzara este estallido social, desde la Facultad Nacional de Salud Pública promovíamos una cuarentena por dos semanas para amainar el desastre y reacomodar las estrategias de control.

Lo he discutido con algunos de mis amigos profesores de la Universidad de Antioquia, la mayoría de ellos está en la calle acompañando y promoviendo actividades presenciales en medio de la inmensa, necesaria y urgente movilización social que estamos viviendo en Colombia. Eso me ha generado un profundo dilema ético como salubrista. Por eso traigo estas torpes reflexiones después de varios días de pensar y pensar sobre el asunto:

  1. Reconocer que estamos frente a una sindemia es reconocer la confluencia de varias epidemias en simultánea: pobreza, hambre, inequidad económica y social, enfermedades crónicas, violencia sistemática, etc.
  2. Por tanto, la situación actual de la pandemia, que es aterradora, no es responsabilidad exclusiva de la movilización social y la protesta, que sin duda contribuye con el abrumador aumento de casos. Sin embargo, las causas estructurales de la pandemia, al mantenerse intactas tienen una mayor atribución, y vaya paradoja, son las mismas por las que estamos en paro desde hace un mes en Colombia.
  3. Por tanto, no sólo nos está matando la Covid-19, nos están matando todas las demás endemias y epidemias vinculadas en esta síndema; además, es importante sumar, que quien debería ser el garante de nuestros derechos, el Estado, nos está acribillando en las calles.
  4. Adicionalmente, ante la situación actual de la Covid-19, la decisión (implícita y a veces explícita) es no hacer nada más allá de vacunar, a un ritmo lentísimo, mientras tanto que pase lo que tenga que pasar; es más, puede que no sea más que una idea conspiradora mía, pero bien podría ser una táctica soterrada del gobierno para promover el fracaso del paro… ¡qué mas da que mueran varios miles de colombianos y colombianas entre tanto!, dirán.
  5. Por eso mi invitación es a seguir movilizándonos por todas esas múltiples razones que nos tienen en esta situación, y no hablo solo de la Covid-19, hablo de la urgencia de comenzar a romper la extensa cadena de 200 años de errores que se llama Colombia y que nos hace ser uno de los países más inequitativos e injustos del mundo.
  6. Movilicémonos desde donde nuestros deseos, miedos, necesidades y capacidades nos lo pidan y permitan: en la primera línea, en las calles, en las paredes de la ciudad, en nuestras voces, en casa frente a la pantalla, en la desordenada marea de las redes sociales, en nuestro vestir, cantar, bailar, llorar u orar.
  7. Reivindiquemos la urgente necesidad de la democracia directa, de nuestra democracia; no ese vetusto cadáver que absolvió políticamente al genocida Ministro de defensa ayer. La democracia mía, tuya y nuestra; la de unirnos para construir juntos un buen vivir para todos.

Roberto Bolaño: el último maldito

Documental realizado sobre Roberto Bolaño por el programa Imprescindibles de TVE. Veálo aquí

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Si el «cine era mejor que la vida», hoy la tele es mejor que el cine

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En las últimas semanas he podido ver tres de las nominadas a mejor película del año de los Premios Óscar: Boyhood, Birdman y El gran hotel Budapest. Chéveres, divertidas, novedosas, entretenidas pero ¿es el mejor cine que se hizo en 2014? Me cuesta creerlo. Por eso, parodiando el título de la hermosa novela de Juan diego Mejía -El cine era mejor que la vida- creo que hoy la TV es, por mucho, inmensamente mejor que el cine. Cuando pongo una serie que me encarreta (mis preferidas son Game of Thrones, The Sopranos, Breaking bad, Dexter, House of cards, Orange is the new black), entro en un estado de consumo compulsivo de episodio tras episodio. ¡Bendito sea Netflix, HBO GO y los torrent! Mientras que con las películas de cine… me dormí en Birdman, vi Boyhood en tres tandas y El gran hotel Budapest en dos, y eso que esta última me encantó. Me cansa cada vez más su larga duración, me aburren las caídas de tensión dramática para que el director juegue al erudito, en fin, el cine cada día me agota más. 

Por supuesto no es la gran novedad, no soy el primero en decirlo y hay quienes lo dicen mucho mejor, como Brett Martin en su libro Hombres fuera de serie. El libro es una crónica muy amena sobre el proceso de gestación de las series recientes que han llegado para cambiarlo todo, tanto en la TV como en el cine mismo. A continuación van unos cuantos fragmentos que quiero compartir con ustedes:

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«Se trataba de personajes a los cuales, en su día, la opinión pública norteamericana nunca habría permitido instalarse  en su sala de estar: infelices, moralmente cuestionables, complicados, profundamente humanos. Esos personajes ficticios jugaban a un juego seductor con el telespectador, permitiéndole que se atreviera a implicarse emocionalmente, e incluso a apoyar, o incluso a amar, a una serie de delincuentes cuyos delitos iban desde el adulterio o la poligamia (Mad Men y Big Love) hasta el vampirismo y los asesinatos en serie (True blood y Dexter). Desde que Tony Soprano se metió en la piscina para dar la bienvenida a su bandada de patos desobedientes, estaba claro que los espectadores estaban dispuestos a dejarse seducir. (…)

El hecho de que las series de televisión por calbe tuvieran temporadas más cortas que las de las cadenas de televisión tradicionales -doce o trece episodios en lugar de veintidós- era solo el principio, aunque no se trataba en absoluto de un dato sin importancia. Que hubiera trece episodios significaba poder dedicar más tiempo y atención a la escritura de cada uno. Significaba historias más centradas. Significaba menos riesgo financiero por parte de la cadena, lo cual se traducía en poder asumir un mayor riesgo creativo en pantalla.

breaking-bad-5-enorme«El resultado fue una arquitectura narrativa que podría verse como una columnata elevada en la que cada episodio es un ladrillo sólido y satisfactorio, pero también parte de un arco de una temporada de duración que, a su vez, permanecía ligado a otras temporadas para formar una obra de arte coherente e independiente. Mientras tanto, las cadenas tradicionales estaban redescubriendo su amor por franquicias como CSI y Ley y Orden, que seguían una línea totalmente opuesta, con episodios independientes que podían reorganizarse y distribuirse fácilmente. La nueva estructura permitía una enorme libertad creativa, no sólo para desarrollar personajes durante largos períodos de tiempo, sino también para contar historias a lo largo de cincuenta horas o más, lo cual equivalía a innumerables películas. De hecho, la televisión siempre se ha comparado de manera reflexiva con el cine, pero esta forma de narración continuada y sin final definido estba, por utilizar una comparación habitual, más próxima a las novelas victorianas por entregas, otra explosión de alta cultura en un medio popular vulgar. Aquella revolución también se había visto favorecida por convulsiones relacionadas con la forma de crear, producir, distribuir y consumir las historias: mayor alfaberización, métodos de impresión más baratos y el surgimiento de una clase consumidora. Como en el caso de la nueva televisión, las mejores novelas por entregas -de Dickens, Trollope, o George Eliot- generaban suspense a lo largo de la obra en lugar de tratarse de simples episodios emocionantes. Y, del mismo modo, el nuevo género literario dotaba al autor de un enorme poder (ya que sólo él o ella podía aportar el carbón necesario para que la locomotora narrativa siguiera en marcha) y una enorme presión: «Al escribir, o más bien, al publicar periódicamente, el autor no tiene tiempo de mantenerse ocioso; tiene que ser siempre animado, conmovedor, divertido o instructivo; su pluma no puede desfallecer nunca, su imaginación no puede descansar jamás», escribió el crítico de la época en el Morning Herald de Londres. O, como dijo Dickens e periódicos y cartas enviadas a sus amigos: «¡DEBO escribir!». (…)

«(…) como los autores victorianos de novelas por entregas, los creadores de esta nueva televisión descubrieron que las características inherentes a su medio -un amplio lienzo, entrelazar tramas, giros y retrospectivas en la historia de los personajes- resultaron ser especialmente adecuadas no sólo para satisfacer las exigencias comerciales, sino también para hacer frente a los grandes temas de un imperio decadente: violencia, sexualidad, adicción, familia y clase social. Dichos temas se convirtieron en los elementos definitorios de las series de televisión por cable. Igual que los escritores victorianos, los guinistas televisivos recurrieron a la ironía de criticar una sociedad abrumada por el consumismo industrial, utilizando precisamente el invento más industrializado y consumista de dicha sociedad. En muchos sentidos, se trataba de una televisión sobre lo que había provocado la televisión».

hombres_fuera_de_serieTomado de: Brett Martin (2014). Hombres fuera de serie. Ariel.

Fragmentos furtivos: «Un privilegio considerable». Para qué sirven las ciencias sociales, según Piketty

Piketty

«El análisis erudito jamás pondrá fin a los violentos conflictos políticos suscitados por la desigualdad. La investigación en ciencias sociales es y será siempre balbuceante e imperfecta; no tiene la pretensión de transformar la economía, la sociología o la historia en ciencias exactas, sino que, al establecer con paciencia hechos y regularidades, y al analizar con serenidad los mecanismos económicos, sociales y políticos que sean capaces de dar cuenta de éstos, puede procurar que el debate democrático esté mejor informado y se centre en las preguntas correctas; además, puede contribuir a redefinir siempre los términos del debate, revelar las certezas estereotipadas y las imposturas, acusar y cuestionarlo todo siempre. Éste es, a mi entender, el papel que pueden y deben desempeñar los intelectuales y, entre ellos, los investigadores en ciencias sociales, ciudadanos como todos, pero que tienen la suerte de disponer de más tiempo que otros para consagrarse al estudio (y al mismo tiempo recibir un pago por ello, un privilegio considerable).

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Tomado de: Piketty, T. (2014). El capital en el siglo XXI. (E. C.-T. Isoard, G. Cuevas, J. C. de Hoyos, & G. Esquivel, Trans.) (1 edition). Fondo de Cultura Económica.

Con permiso me lo robo: Acuérdate de olvidar, de Héctor Abad Faciolince

Este texto fue leído por Héctor Abad Faciolince en la conmemoración de los 25 años de la muerte de su padre, Héctor Abad Gómez, y se encuentra originalmente publicado en su blog Quitapesares.

Como diría Charly García: «Por favor, lloren»

Una vez un amigo me contó una historia que yo siempre he querido olvidar. Hubiera querido que nunca me la contara, pero la historia ya está en mi cabeza y no he podido sacarla de ahí. Ahora ustedes la van a oír y tal vez me odien por contarla, porque de ahora en adelante también ustedes tendrán la maldición de recordar sin querer. Les doy una opción, que es lo que hacía mi hijo cuando empezaba la parte de terror en los cuentos infantiles: cierren los ojos, tápense los oídos. La historia tiene la sencillez que casi siempre tiene lo terrible: este amigo iba en carro con su familia para la Costa, en un pick up. Iba con la mujer, con los dos hijos, y con el perro de todos, Toni. El perro era un Springer Spaniel (blanco con manchas cafés) y lo amarraron atrás, en el espacio destapado, en el volco del pick up, pues el perro era necio y era muy incómodo llevarlo diez horas dentro de la cabina cerrada del carro. Eran las cuatro de la madrugada, estaba muy oscuro, y de vez en cuando todos revisaban que el perrito estuviera bien y a gusto atrás, donde le habían hecho un nido con una cobija. A veces ladraba, saludando, a veces aullaba, a veces apoyaba sus patas en el vidrio de atrás. Subiendo por Matasanos los niños se durmieron, y mi amigo, que iba manajando, pensó que el perro se había dormido también. Después de un tiempo sintió algo raro, le pareció extraño que el perro no volviera a asomarse, y les pidió a sus hijos que se asomaran hacia atrás, a ver cómo iba Toni. Ya no estaba; solamente se veía la correa colgando hacia afuera; sin que nadie se diera cuenta, el perrito se había tirado o se había caído de la cabina de atrás y estaba colgando de la cadena. Toni estaba colgado de la correa, estrangulado, dándose golpes contra el pavimento. Pararon. Un pellejo con manchas de sangre, magullado, destrozado. Una piltrafa. Y los niños lo vieron.

Otra vez otro amigo me contó otra historia peor que la anterior. Yo no hubiera querido oírla y tampoco quisiera tenerla que recordar. Tápense los oídos, cierren los ojos los que no quieran conservar horrores revoloteando dentro de las paredes del cráneo. Es la historia de un buen artista antioqueño que sale un día de afán de su casa. Este hombre tiene un niño pequeño, que ya gatea. El padre abre la puerta del garaje, se sube al carro, pone reversa, acelera. Algo blando se interpone entre las llantas, y el carro lo aplasta. Es el niño, su niño, que había salido gateando detrás de él. Sí. Estripado, muerto. Un simple descuido, una prisa, puede convertir nuestra vida para siempre en una pesadilla, en un infierno de remordimiento. En algo que quisiéramos olvidar. El momento fatal puede manchar de dolor la vida entera.

Hoy estoy aquí hablando y escribiendo, porque hace 25 años -un cuarto de siglo ya- mi madre y yo encontramos a mi papá tirado en el suelo, empapado en un charco de sangre, su propia sangre. Quieto, abaleado, muerto, tibio todavía. Unos doce años antes mi papá me había llevado a la morgue de Medellín a conocer un muerto. Conocí muchos muertos ese día, hasta que caí desmayado por la vista de los huesos, la sangre, los cráneos aserrados, el olor a muerte y a formol. Tal vez mi papá, al llevarme a ver esos muertos, me estaba preparando para que yo fuera capaz de soportar su propia muerte violenta. No sirvió. Uno nunca está preparado para esto.

Cuando mi mamá y yo estamos sentados al lado del cuerpo de mi padre recién asesinado, insistimos tozudamente en algo: no se lo pueden llevar hasta que no vengan todas mis hermanas; estamos dispuestos a abrazarnos a él con tal de que no se lo lleven: pensamos que todas mis hermanas lo tienen que ver también ahí, exánime, destrozado por las balas de los asesinos, tirado entre la acera y el asfalto en la calle Argentina de Medellín. Dos de mis hermanas vienen y lo ven. Una de ellas, Vicky, viene, pero no se acerca, no lo quiere tocar, no quiere oler su sangre. Otras dos no quisieron venir, e hicieron bien. Al menos no tienen en la memoria esa escena que en la mente se repite una y otra vez. Que no se borra ni siquiera cuando uno pasa de ser joven a ser viejo.

Una de mis hermanas, Clara, la que lo ve, la que lo toca y la que está en el suelo al lado de mi padre, al cabo de unas semanas, pierde la razón. Esta es una de las pocas cosas que yo no quise contar en El olvido que seremos, un libro donde ya lo conté todo y un libro que me hace pensar que en días como hoy yo ya no tengo nada más que decir. Pero ahí yo no quise contar la locura de Clara. Era una intimidad demasiado dolorosa, que seguía casi viva, así mi hermana ya se hubiera recuperado cuando yo escribí el libro. Hace dos semanas mi hermana quiso contarlo en una carta que le escribió a mi papá y que se publicó en el periódico Alma Mater. Ahora lo puedo repetir porque ella lo quiso contar. Hay cosas que se viven, experiencias límites que se tienen, que nos pueden sacar de la realidad, que nos enloquecen como última vía, extrema, de defensa. Yo creo que si dos psiquiatras se han hecho cargo, en buena medida, de que el legado de mi papá no se pierda a través de la Corporación y de la Cátedra que lleva su nombre, los doctores Hernán Mira y Elkin Vásquez, es porque estos médicos psiquiatras, alumnos de mi papá, nos entendieron profundamente gracias a su profesión.

Fuera de la locura, de la salida de la realidad, otro mecanismo de defensa es el olvido. A mí me parece que muchos de nosotros en la casa hubiéramos querido olvidar. Una vez leí en una revista que hay estudios serios sobre la posibilidad de borrar de nuestra mente recuerdos traumáticos mediante procedimientos químicos o quirúrgicos en el cerebro. Yo, por lo menos yo, quise olvidar. Yo quisiera olvidar. Durante muchos años no hice otra cosa que tratar de olvidar ese día, ese 25 de agosto de 1987, al atardecer. Al menos durante 15 años no hablé nunca de ese día, nunca. Supongo que también la esposa y los niños de Pedro Luis Valencia, su hija música, Natalia, habrán querido olvidar ese día de agosto del mismo año, una semana antes de mi papá, hace un cuarto de siglo, en que el despreciable matón Carlos Castaño entró violentamente a su casa y frente a ellos disparó una y otra vez contra su padre. Supongo que Cecilia Alzate, la esposa de Leonardo Betancur, el discípulo amado de mi papá, habrá querido olvidar a su esposo desangrado con un tiro en el corazón, un tiro disparado por los mismos sicarios que mataron a mi padre. Supongo que también las hermanas del teólogo y antropólogo Luis Fernando Vélez habrán querido olvidar que el cuerpo de su hermano fue encontrado al borde de una carretera, cerca de Medellín, asesinado. Yo recuerdo a Luis Fernando Vélez en el acto heroico de tomar el puesto de mi padre, en octubre o noviembre de 1987, durante un acto en la Alpujarra. En diciembre ya lo habían matado.

Una de las funciones del recuerdo, se nos dice, es evitar que la historia se repita. Si conocemos el pasado, se nos dice, podemos escarmentar y hacer que el futuro sea distinto. Pero no; en este caso no sirvió de nada recordar, protestar, conmemorar. Luis Fernando Vélez sabía perfectamente lo que le había pasado a mi padre, y a pesar de eso, tomó la estafeta. Y lo mataron. Después de él, sabiendo muy bien lo que les había ocurrido a Héctor Abad Gómez y a Luis Fernando Vélez, Jesús María Valle se hizo cargo del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos. Conocer la historia no le sirvió para que no se repitiera. Diez años después, en 1998, tres sicarios pagados por Carlos Castaño, dos hombres y una mujer, entraron a su oficina de abogado, lo obligaron a tirarse al piso y acabaron con su vida.

Perdónenme que les haya hablado de tanto dolor, de tantas historias que tal vez, por nuestra propia salud mental, debiéramos olvidar. No creo que a nadie le convenga repasar tanta sangre. En realidad yo no quisiera ni ver ni imaginar ni recordar toda esa sangre. Cuánta razón tenía García Lorca:

¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas. (…)
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
Cada vez con menos fuerza. (…)
No.
¡Que no quiero verla!
No.
¡¡Yo no quiero verla!!

De algún modo, conmemorar cada 25 de agosto la muerte de mi padre y de todos los otros profesores asesinados por la violencia política en Colombia, nos obliga una y otra vez a ver esa sangre. Como en el ritual católico alzamos un cáliz lleno de sangre: tomad y bebed todos de él. Y masticamos nuestro rencor, nuestra indignación, nuestra rabia. Incluso algunos usan nuestro dolor privado para sus fines políticos públicos. Es inevitable. Esos asesinatos fueron terribles y fueron injustos. Además en ellos, como últimamente confesó don Berna, estuvieron involucrados no solo paramilitares, sino también sus cómplices del Estado. Sí. Y ya los hemos denunciado una y otra vez. Pero nosotros no podemos quedarnos patinando en el recuerdo insistente y en la memoria precisa. Queremos olvidar; por lo menos a ratos, olvidar: no vivir con el horror siempre presente en la cabeza. El 25 de agosto de 1987 es una fecha, la última, en la vida de mi padre. Quizá sea, incluso, la más importante, pero no es la única fecha.

Yo tengo memorias y fechas mucho más felices que esa memoria de su sangre en la acera. Recuerdo muy bien el 21 de julio de 1969. Yo tenía diez años y mi papá me sentó sobre sus rodillas, frente a una televisión en blanco y negro. Me dijo que tenía que fijarme muy bien: el Apolo 11 iba a alunizar y Neil Armstrong sería el primer ser humano en pisar la luna. “Mira, es un momento histórico, es como presenciar en vivo y en directo el momento en que Colón pone el pie en América, o el momento en que un grupo de cazadores cruza el estrecho de Boering, y penetra por primera vez en América”. Sentado sobre sus rodillas vi la llegada del hombre a la Luna. Mi papá vivía fascinado con los astronautas y además del Apolo 11 admiraba a Yuri Gagarin y a Valentina Tereskova, otros pioneros del espacio.

Lo recuerdo celebrando, en 1980, la erradicación definitiva de la viruela de toda la faz de la tierra. Él había participado, en los años 50, en la primera gran erradicación exitosa de la viruela, en todo el continente americano. Había vacunado, había hecho campañas de vacunación. Me vacunó a mi mismo, y llevo esa cicatriz de la viruela como un triunfo, ahora que los niños ya no tienen que ser vacunados contra la viruela, porque ya no existe. Pero cuando existió la viruela fue una de las enfermedades más devastadoras de la tierra. La viruela contribuyó grandemente al colapso demográfico de los indígenas americanos, en el siglo 17. Y durante milenios diezmó a todo el viejo mundo, Europa, Asia y África. Mataba a buena parte de los contagiados, y a los que no los mataba los dejaba monstruosos, deformes, con terribles cicatrices en la cara y en todo el cuerpo. Por eso mi papá estaba tan feliz cuando se erradicó la viruela. Son pocas las veces en que podemos estar seguros de que la humanidad ha conseguido algo que podemos llamar progreso sin lugar a dudas. La erradicación de la viruela es uno de esos casos. Podría hablarles también de la poliomielitis, de la tuberculosis, de los acueductos y los alcantarillados, de todas las obsesiones de higienista que tuvo mi papá durante su vida larga y fructífera. El otro día, hace apenas una semana, mi hermana menor, Sol Beatriz, la única médica de la familia, me llamó a regañarme porque la prensa no había destacado lo suficiente una noticia positiva: la ministra de salud había anunciado que las niñas mayores de 9 años podrían recibir gratis las tres dosis de la vacuna contra el Virus del Papiloma Humano, un virus que a la larga puede producir cáncer de cuello uterino. Hace unos años recuerdo que yo llevé a vacunar a mi hija contra este virus. La vacuna era muy cara y era un lujo en salud que solamente podíamos permitirnos unos pocos, porque aquí la salud sigue siendo mejor para los que pueden pagar por ella. Pero al fin el gobierno comprendió que gastarse unas cuantas decenas de millones de dólares para vacunar a todas las niñas de Colombia, era mucho mejor que esperar a ver miles de señoras con cáncer dentro de unos decenios. Yo sé que mi papá hubiera gozado mucho también con esta noticia.

Esta faceta suya, de médico, es algo mucho más grato de recordar que su sangre derramada el 25 de agosto de 1987. Mi papá fue un activista, fue un luchador, y fue un gran optimista. Creía que el mundo y el país podían mejorar. Creía en el progreso ético y en el progreso material de la humanidad. Él no miraba al pasado con ojos románticos: no creía que los tiempos de las monarquías, de la esclavitud y de las pestes fuera un tiempo mejor que el nuestro. Conocía las estadísticas y las estudiaba con objetividad. Sé que se alegraría al ver disminuir los índices de homicidios en Medellín y en Colombia. La tragedia final de su vida, cuando el terror político de la guerra fría trajo el terror que acabaría con su vida, esa abominación del fanatismo político de la extrema derecha, la tragedia final de su vida no puede teñir de tristeza y desesperanza toda una vida dedicada a confiar y a luchar por la esperanza en un mundo mejor. Mi papá no nos enseñó rencor, sino alegría. No nos enseñó pesadumbre, sino optimismo. No subrayó la fealdad, sino la belleza. Al final de su vida cuando no estaba en las marchas a favor de los derechos humanos y de la justicia, hacía unas pocas cosas que lo definían como hombre y que lo hacían feliz: cultivaba rosas en su jardín, oía música clásica, leía grandes obras literarias, científicas y filosóficas, visitaba a su amigo Carlos Castro Saavedra y se tomaba con él cuatro aguardientes meditados, conversados, y nos llenaba de amor a todos los miembros de la familia. A mi mamá, a mis hermanas, a mí, a los nueve nietos que alcanzó a conocer. Muy pocos gritos de ira se oían en mi casa; en cambio se oían, una y otra vez, grandes carcajadas de alegría, gruesos lagrimones bajando por los párpados cuando leía algo muy bonito o cuando oía una melodía conmovedora. Ese es el recuerdo que yo quiero tener. No el otro, inevitable, de su sangre derramada. Hoy es la última vez que pienso conmemorar el 25 de agosto, porque yo odio esa fecha, porque yo ya estoy harto de hablar de su muerte, de su asesinato, y en el mismo libro que escribí sobre él, lo que quise recordar fue su vida.

Yo creo que las familias de las víctimas tenemos muy buena memoria. Demasiada memoria. En general es así para todas las cosas de la vida: el ofendido recuerda, las víctimas recordamos.

Los ofensores, en cambio, quisieran que nada se recordara, preferirían que sus acciones malévolas fueran olvidadas. El rencor es una especie de alimento de la memoria: las víctimas suelen ser rencorosas, así no tengan intenciones de venganza. Los animales recuerdan el sitio donde fueron apaleados, donde recibieron un corrientazo; le temen a ese sitio, lo evitan. A los que hemos sufrido un golpe nos pasa lo mismo: si yo paso por la calle Argentina, recuerdo. Recuerdo, aunque no quiera. Recuerdo a pesar de mí, como mi amigo recuerda a su perro Toni destrozado; como el artista recuerda a su hijo aplastado por él mismo.

Yo reconozco la importancia política de tener una memoria larga. Eso hace que los asesinos no se sientan nunca a salvo: su crimen será recordado. Tal vez por nuestra memoria a ellos les tiemble la mano cuando piensen otra vez en apretar el gatillo. Sí, es importante recordar. Pero hay también una necesidad privada de olvidar, o mejor, de recordar otras cosas.

Mi papá fue un profesor, un buen profesor, como muchos de ustedes aquí en la Universidad de Antioquia lo pueden atestiguar. Como tal, luchó contra la ignorancia, contra el fanatismo, contra la estupidez. Porque en general la ignorancia, el fanatismo y la estupidez no producen sino sufrimiento. Y mi papá era un enemigo del sufrimiento. Yo sé que él, si pudiera, nos diría que ya no suframos más por su muerte, que ya no pensemos más en su sangre derramada. Que envejezcamos como él, gozando con la belleza del campo, con la compañía amena de los amigos, con la compañía de la buena música y los mejores libros. Que aboguemos también por la justicia, claro, pero que sobre todo gocemos de la vida, que es tan corta.

Una vez Carlos Gaviria llegó con un libro nuevo de Borges a la reunión del Comité por la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia. Carlos sabía lo sensible que era mi papá a la poesía y le pidió permiso para leer un poema, este poema que se titula “Los justos”:

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

Ese día, cuenta Carlos, mi papá se emocionó tanto que suspendió la reunión. Cuáles Derechos Humanos, cuáles torturas, cuáles desaparecidos, cuáles muertos y muertos y más muertos, cuáles secuestrados, cuáles voladuras de puentes y de torres, cuáles tenientes atrabiliarios y guerrilleros sanguinarios. Ese día mi papá se negó a que hablaran de sangre y más sangre. Más bien desmenuzaron la belleza del poema de Borges. Primero que todo, la alusión bíblica. Según una tradición judía Dios está siempre colérico y al borde de dar la orden de destruir el mundo al ver lo mal que se portan los seres humanos. Sin embargo, en cada generación, hay 36 personas justas que con su manera de ser y de actuar salvan la creación. Estas personas no se conocen entre sí, pero los 36 hombres justos, sin saberlo, sostienen el mundo. Para Voltaire, que escribió su gran novela, Cándido o contra el optimismo, para enfrentarse a la tesis de Leibniz, según el cual el nuestro era “el mejor de los mundos posibles”. Voltaire, un gran pesimista, uno que siempre denunció los horrores del mundo, la peste del fanatismo, los daños de la religión, los absurdos de un Dios supuestamente misericordioso, Voltaire, sin embargo, termina su Candido diciendo que debemos cultivar nuestro jardín. Que cada hombre debe cultivar su pequeño jardín. Borges, que era un victoriano en los asuntos del amor, alude también al sexo en su poema. Los tercetos finales de un canto, se refieren a un canto de la Divina Comedia de Dante, el episodio de Francesca de Rímini y Paolo Malatesta, que están condenados al Infierno, en el círculo de los lujuriosos, porque un día, al leer un libro erótico, pararon de leer y se besaron. Esos dos amantes que se besan, según el victoriano Borges, también están salvando el mundo. Y el que acaricia un animal dormido. Y el que prefiere que los otros tengan razón. Este país nunca podrá reconciliarse consigo mismo y con su propio pasado si no les damos a nuestros enemigos, al menos, el beneficio de la duda. Tal vez también ellos tenían algo de razón. Siempre. Tal vez ellos creían actuar en defensa propia cuando mataron a los justos. Tal vez ellos mataron porque no sabían lo que estaban haciendo. Yo no soy cristiano, pero entiendo muy bien que cuando alguien no sabe bien qué es lo que hace, hay que perdonarlo.
En otro poema, un poema en el que tal vez está aludiendo al amor, Borges dice lo siguiente: “Yo no hablo de venganzas ni perdones: el olvido es la única venganza y el único perdón.”

Lope de Vega lo dice de otra forma:

Déjame, pensamiento.
No más, no más, memoria,
que mi pasada gloria
conviertes en tormento
y de este sentimiento
ya no quiero memoria, sino olvido;
que son de un bien perdido,
–aunque presumes que mi mal mejoras–
discursos tristes para alegres horas.

“Ya no quiero memoria, sino olvido”. Se dice que sabemos la buena memoria que tenemos cuando quisiéramos olvidar algo, y no podemos. Tenemos que vivir con la carga del recuerdo. Pero es necesario olvidar, por lo menos a ratos, para poder vivir. Los dueños de Toni, se tienen que olvidar de lo que le pasó a su perro. El padre no puede recordar todo el tiempo que aplastó a su hijo, y nosotros no podemos vivir de la memoria de la sangre de mi papá. Ya no queremos verla más. Ya no más. Uno también escribe para poder olvidar. Ya está escrito; el que quiera saber cómo fue, que lo lea. Pero a nosotros déjennos, por lo menos a ratos, olvidar. Tiene razón Borges: el olvido es la única venganza y el único perdón. El olvido también es un consuelo, tal vez el único consuelo que existe.

El placer de la lectura

Poeta: Jorge Luis Borges

Soy

Jorge Luis Borges

Soy el que sabe que no es menos vano
que el vano observador que en el espejo
de silencio y cristal sigue el reflejo
o el cuerpo (da lo mismo) del hermano.

Soy, tácitos amigos, el que sabe
que no hay otra venganza que el olvido
ni otro perdón. Un dios ha concedido
al odio humano esta curiosa llave.

Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,

del tiempo, que es de uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.

The fantastic flying books of Mr. Morris Lessmore

Excelente corto realizado por Moonbot Studios, ganadora de 17 premios internacionales, el último de ellos el Óscar por mejor cortometraje animado. También tiene un bello libro electrónico en una aplicación para el iPad.

¡Disfrútenlo!

Si me necesitas, llámame, de Raymond Carver

 

Aquella primavera habíamos tenido una relación cada uno por su lado, pero cuando el curso acabó en junio decidimos alquilar nuestra casa en Palo alto y marcharnos los dos a pasar el verano a la costa norte de California. Nuestro hijo, Richard, iría con su abuela, la madre de Nancy, a Pasco, en Washington, donde trabajaría todo el verano con la idea de tener algo de dinero ahorrado en otoño, cuando ingresara en la universidad. Su abuela estaba al tanto de lo que pasaba en casa y había hecho lo imposible para que lo mandáramos con ella, ocupándose de encontrarle trabajo para cuando llegara. Había hablado con un agricultor amigo suyo que le prometió un empleo para Richard. Trabajo duro, porque tendría que levantar cercas y hacer fardos de heno, pero Richard estaba entusiasmado. Se marchó en autobús a la mañana siguiente de la entrega de diplomas en el instituto. Lo llevé a la estación, aparqué el coche y fuimos a sentarnos dentro hasta que anunciaron su autobús. Su madre ya se había despedido de él, prodigándole besos y abrazos y dándole una larga carta que debía entregar a su abuela en cuanto llegara. Nancy se había quedado en casa, haciendo los últimos preparativos de la mudanza y esperando a la pareja de inquilinos. Le saqué el billete, se lo di y nos sentamos a esperar en un banco de la estación. De camino habíamos charlado un poco de la situación.

– ¿Os vais a divorciar mamá y tú? –preguntó.
Era sábado por la mañana y no había mucho tráfico.
– Si podemos evitarlo, no –contesté–. No queremos. Por eso nos marchamos, a pasar el verano sin ver a nadie. Por eso hemos alquilado nuestra casa durante el verano y por eso hemos alquilado otra en Eureka. Y por eso te vas tú también, supongo. Por no hablar de que volverás a casa con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos durante el verano y ver si arreglamos las cosas.
– ¿Sigues queriendo a mamá? Ella me ha dicho que te quiere.
– Pues claro que la quiero. A estas alturas deberías saberlo. Sólo que hemos tenido un montón de problemas y muchas responsabilidades, como todo el mundo, y ahora necesitamos tiempo para estar solos y encontrar una solución. Pero no te preocupes por nosotros. Tú ve a casa de tu abuela, pasa un buen verano, trabaja mucho y ahorra dinero. Y como también estás de vacaciones, veta a pescar siempre que puedas. Hay buena pesca por allí.
– Y también se puede hacer esquí acuático. Quiero aprender.
– Eso nunca lo he hecho. Procura hacer un poco por mí también, ¿quieres?
Estábamos sentados en la estación de autobuses. Él hojeaba su anuario del instituto, yo tenía un periódico sobre las rodillas. Entonces anunciaron su autobús y nos levantamos. Lo abracé y le dije:
– No te preocupes, ¿eh? ¿Dónde tienes el billete?
Se dio unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta y cogió la maleta. Le acompañé hasta la cola que estaba formando en la terminal, luego lo abracé otra vez, le di un beso en la mejilla y me despedí.
– Adiós, papá –me contestó, dándose media vuelta para que no le viera las lágrimas.
Al volver a casa me encontré con nuestras cajas y maletas en el cuarto de estar. Nancy estaba en la cocina, tomando café con la joven pareja que nos había alquilado la casa durante el verano. Los había encontrado ella. Se llamaban Jerrry y Liz, y estaban preparando la licenciatura en matemáticas. Yo los había conocido sólo unos días antes, pero volvimos a estrecharnos la mano. Nancy me sirvió una taza de café y me senté a la mesa mientras ella acababa de darles instrucciones, diciéndoles lo que debían hacer a principio y a fin de mes, dónde debían enviarnos el correo y cosas por el estilo. Nancy tenía una expresión tensa. El sol se filtraba por los visillos y caía sobre la mesa, señal de que la mañana estaba bien avanzada.
Finalmente, como todo parecía estar en orden, dejé a los tres en la cocina y empecé a cargar el coche. La casa que habíamos alquilado estaba amueblada y tenía de todo, hasta platos y cacharros de cocina, así que no necesitábamos llevarnos mucho, sólo lo estrictamente necesario.
Tres semanas antes había ido a Eureka, a quinientos kilómetros al norte de Palo alto, para alquilar una casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con quien había estado saliendo. Pasamos tres días en un motel de las afueras dela ciudad mientras yo miraba el periódico y visitaba agencias inmobiliarias. Ella me vio extender el cheque por tres meses de alquiler. Después, en el motel, tumbada en la cama, con la mano puesta en la frente, me dijo:
– Qué envidia me da tu mujer. Cómo envidio a Nancy. La gente siempre dice que “la otra” no cuenta, que la titular es quien ostenta los privilegios y el verdadero poder, pero yo nunca había comprendido estas cosas, ni siquiera me habían interesado. Ahora sí. Cómo la envidio. Me da rabia la vida que va a llevar contigo este verano en esa casa. Ojalá fuese yo. Ojalá fuésemos nosotros dos. ¡Cómo siento que no seamos nosotros! ¡Qué horrible es todo esto!
Le acaricié el pelo.
Nancy era alta, de piernas largas, con cabello y ojos castaños y un espíritu generoso. Pero últimamente nos habíamos quedado un poco cortos de generosidad y de espíritu. Salía con un colega mío, divorciado, de cabello gris, siempre muy pulcro, con traje, chaleco y corbata, que bebía demasiado y a quien, según me dijeron unos alumnos, a veces le temblaban las manos en clase. Nancy y él habían empezado su aventura en una fiesta durante las vacaciones, no mucho después de que ella descubriera mi propia infidelidad. Ahora todo eso me parece molesto y aburrido, y lo es, pero en primavera las cosas estaban así y a ello dedicábamos toda nuestra energía y nuestra atención, con exclusión de todo lo demás. A finales de abril ya empezamos a hacer planes de alquilar la casa y marcharnos a pasar el verano a otro sitio, los dos solos, para ver si éramos capaces de arreglar las cosas, si es que tenían arreglo. Acordamos que no llamaríamos, ni escribiríamos ni nos pondríamos en contacto de manera alguna con las otras dos personas. De modo que hicimos los preparativos para la marcha de Richard, buscamos una pareja que nos cuidara la casa y, mirando el mapa, cogí una carretera al norte de San Franciso, llegué a Eureka y encontré una agencia inmobiliaria dispuesta a alquilar una casa amueblada para el verano a un matrimonio respetable de mediana edad. Hasta me parece haber utilizado, que Dios me perdone, la frase “una segunda luna de miel” con el empleado de la agencia mientras Susan fumaba un cigarrillo y hojeaba folletos turísticos en el coche.
Terminé de colocar las maletas, bolsas y cajas en el maletero y el asiento de atrás y esperé a que Nancy acabara de despedirse en el porche. Estrechó la mano a la pareja, dio media vuelta y vino hacia el coche. Les dije adiós con la mano y ellos me devolvieron el saludo. Nancy subió al coche y cerró la puerta.
– Vámonos –dijo.
Puse el coche en marcha y nos dirijimos a la autopista. En el último semáforo vimos un coche que salía de la autopista y venía hacia nosotros. Se le había roto el tubo de escape y lo llevaba a rastras, sacando chispas del asfalto.
– Fíjate –dijo Nancy–. Se puede incendiar.
Esperamos hasta que el coche se detuvo en el arcén.
Paramos en una pequeña cafetería junto a la autopista, cerca de Sebastopol. “Comida y Gasolina”, decía el letrero. Nos hizo reír. Aparqué enfrente y entramos. Nos dirigimos al fondo y nos sentamos a una mesa cerca de una ventana. Después de pedir café y unos sándwiches, Nancy puso el dedo sobre la mesa y empezó a trazar líneas en el tablero. Encendí un cigarrillo y miré al exterior. Un movimiento rápido me llamó la atención y me di cuenta de que era un colibrí en el matorral, junto a la ventana. Picoteando en una flor del matorral, movía las alas con tal rapidez que parecía un punto borroso.
– Mira, Nancy –dije–. Un colibrí.
Pero el pájaro levantó el vuelo en aquel momento y Nancy miró por la ventana y dijo:
– ¿Dónde? No lo veo.
– Estaba ahí hace un momento –dije–. Mira, ahí está. Pero parece distinto. Sí, es otro.
Contemplamos al colibrí hasta que la camarera nos trajo lo que habíamos pedido y el pájaro, asustado por el movimiento, desapareció por la esquina del edificio.
– Vaya, me da la impresión de que es buena señal –dije–. Dicen que los colibríes traen buena suerte.
– Eso lo he oído en alguna parte –dijo ella–. No sé dónde, pero lo he oído. Bueno, pues no nos vendrá mal un poco de suerte. ¿No te parece?
– El colibrí ha sido un buen augurio. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió con la cabeza. Se quedó un momento pensativa y luego dio un mordisco al sándwich.

Llegamos a Eureka poco antes de oscurecer. Después de pasar el motel donde dos semanas antes Susan y yo habíamos dormido tres noches, salimos de la autopista y cogimos una carretera de montaña que dominaba la ciudad. Llevaba las llaves de la casa en el bolsillo. Subimos un par de kilómetros hasta llegar a un pequeño cruce con una estación de servicio y una tienda de comestibles. Al otro lado del valle, frente a nosotros, había montañas cubiertas de árboles; a nuestro alrededor, todo eran campos verdes. Detrás de la estación de servicio pastaban unas vacas.
– Qué paisaje tan bonito –dijo Nancy–. Estoy deseando ver la casa.
– Casi estamos. Justo al final de esa carretera –le dije–, pasando aquella elevación. Ahí la tienes –señalé al cabo de unos momentos–. Ésa es. ¿Qué te parece?
Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando nos detuvimos en el camino de entrada, ella y yo.
– Es bonita –dijo Nancy–. Parece estupenda. Vamos a bajar.
Nos quedamos un momento delante del jardín, mirando a nuestro alrededor. Luego subimos los escalones del porche, abrí la puerta y encendí la luz. Recorrimos la casa. Tenía dos habitaciones pequeñas, un baño, un cuarto de estar con chimenea, amueblado con unos trastos viejos, y una espaciosa cocina con vistas al valle.
– ¿Te gusta? –le pregunté.
– Es maravillosa –dijo Nancy, sonriendo–. Me alegro de que la encontraras. Hemos hecho bien en venir.
Abrió el frigorífico y pasó un dedo por la encimera del fregadero.
– Todo está muy limpio, gracias a Dios. Así no tendré que trabajar.
– Y hay sábanas limpias en las camas. Lo pregunté. Lo he comprobado. Lo alquilan así. Hasta las almohadas. Con fundas y todo.
– Tendremos que comprar algo de leña –dijo Nancy. Estábamos en el cuarto de estar–. En noches como ésta nos vendrá bien encender la chimenea.
– De la leña me ocuparé mañana –dije–. Y aprovecharemos para hacer la compra también, y ver la ciudad.
– Me alegro de que hayamos venido –dijo, mirándome a los ojos.
– Y yo también.
Abrí los brazos y vino hacia mí. La abracé. Sentí cómo temblaba. Alcé su rostro hacia mí y la besé en ambas mejillas.
– Nancy –le dije.
– Me alegro de que hayamos venido –dijo ella.

Pasamos los siguientes días terminando de instalarnos. Fuimos a Eureka a pasear y mirar escaparates. Compramos provisiones. Hicimos excursiones hasta el bosque, atravesando el campo de detrás de la casa. Encontré en el periódico un anuncio de leña y llamé. Un par de días después se presentaron dos jóvenes de pelo largo con una camioneta cargada de leña de aliso que apilaron bajo el tejadillo del garaje. Aquella noche, después de cenar, tomamos café frente a la chimenea y hablamos de tener un perro.
– No quiero un cachorro –dijo Nancy–. Un perro cachorro que vaya ensuciándolo todo por ahí o destrozando cosas con los dientes. Es lo que menos falta nos hace. Pero me gustaría tener un perro, sí. Hace mucho que no tenemos ninguno. Creo que nos vendría bien aquí
– ¿Y cuando volvamos, cuando se acabe el verano? –dije. Formulé la pregunta de otro modo–: ¿Te parece bien tener un perro en la ciudad?
– Ya veremos. Mientras, vamos a buscar uno. El que más nos convenga. Hasta que lo vea no sabré cuál es. Miraremos los anuncios y si es preciso iremos a la perrera.
Pero aunque seguimos hablando del tema durante varios días y mirando perros en los jardines de las casas por las que pasábamos, señalando los que nos gustaría tener, la cosa quedó en nada, acabamos sin coger ninguno.
Nancy llamó a su madre para darle nuestra dirección y el número de teléfono. Richard estaba trabajando y parecía contento. Ella se encontraba estupendamente. Oí que Nancy le decía:
– Estamos muy bien. Esto da buen resultado.
A mediados de julio íbamos un día por la autopista de la costa y al llegar a lo alto de un repecho vimos unas lagunas separadas del mar por bancos de arena. En la orilla había unos pescadores, y dos barcas en el agua.
Salí al arcén y paré.
– Vamos a ver lo que están pescando –dije–. A lo mejor encontramos una caña y podemos ponernos nosotros también.
– Hace años que no vamos de pesca –dijo Nancy–. Desde aquella vez que Richard era pequeño y acampamos cerca del Monte Shasta. ¿Te acuerdas?
– Me acuerdo. Y también acabo de acordarme de que echaba de menos la pesca. Vamos a bajar, a ver lo que pescan.
– Truchas– contestó el hombre cuando le pregunté–. Truchas arco iris, reos. Incluso algunas asalmonadas y unos cuantos salmonetes. Entran en invierno, cuando se abren los bancos de arena, y luego se quedan atrapados en primavera, cuando se cierran. Ahora es la temporada de pesca. Todavía no ha picado ninguna, pero el domingo pasado cogí cuatro, de unos cincuenta centímetros. Es el pescado más delicioso del mundo, y se defienden como demonios. Los de las barcas ya han cogido algunas, pero hasta ahora yo no he hecho nada.
– ¿Qué cebo utiliza? –le preguntó Nancy.
– De todo –contestó el pescador–. Lombrices, huevas de salmón, maíz integral. Sólo hay que lanzarlo lejos, dejar que se hunda, soltar un poco y vigilar la caña.
Nos quedamos allí un rato, observando al pescador y las pequeñas barcas que se desplazaban de un lado a otro de la laguna entre el murmullo de sus motores.
– Gracias –dije al pescador–. Y buena suerte.
– A usted también –dijo él–. Suerte a los dos.
De camino a la ciudad entramos en una tienda de deportes y compramos unas licencias, unas cañas baratas, carretes, hilos de nailon, anzuelos, corchos, plomos y una cesta. Hicimos planes para ir a pescar a la mañana siguiente.
Pero por la noche, después de cenar, fregar los platos y encender la chimenea, Nancy sacudió la cabeza y dijo que aquello no iba a dar resultado.
– ¿Por qué dices eso? –pregunté–. ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que no va a dar resultado. Reconozcámoslo. –Volvió a sacudir la cabeza–: En realidad no tengo ganas de ir a pescar mañana, ni tampoco quiero un perro. No, nada de perros. Más bien me apetece ir a ver a mi madre y a Richard. Echo de menos a Richard –dijo, rompiendo a llorar–. Richard es mi hijo, mi niño, y ya es casi un adulto y pronto se irá. Le echo de menos.
– ¿Y a Del? –dije yo–. ¿También echas de menos a Del Shraeder? A tu amigo. ¿Le echas en falta?
– Esta noche echo a todo el mundo en falta. También a ti. Hace mucho que te echo de menos. Te he echando tanto de menos que es como si no estuvieras conmigo. No sé cómo explicarlo, pero te he perdido. Ya no eres mío.
– Nancy.
– No, no.
Sacudió la cabeza. Se sentó en el sofá, frente al fuego, sin mover la cabeza.
– Mañana quiero coger el avión para ir a ver a mi madre y a Richard. Cuando me marche podrás llamar a tu amiga.
– Eso no –dije–. No tengo ninguna intención de hacer eso.
– La llamarás –dijo ella.
– Y tú llamarás a Del.
Me sentí ridículo al decirle eso.
– Tú puedes hacer lo que te dé la gana –dijo ella, enjugándose las lágrimas con la manga–. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica. Pero yo me voy mañana a Washington. Y ahora me voy a la cama. Estoy agotada. Lo siento. Lo siento por los dos, dan. Esto no va a salir bien. Hoy, ese pescador nos ha deseado suerte. –Sacudió la cabeza–. Yo también nos deseo suerte. La vamos a necesitar.
Entró en el cuarto de baño y oí que abría el grifo de la bañera. Salí al porche y me senté en un escalón a fumar un cigarrillo. Fuera todo estaba oscuro y silencioso. Al mirar a la ciudad, vi un pálido reflejo de luces en el cielo y jirones de bruma flotando en el valle. Empecé a pensar en Susan. Poco después, Nancy salió del baño y oí que cerraba la puerta de su habitación. Entré, puse un tronco en la chimenea y esperé a que las llamas se encaramasen a la corteza. Luego pasé a la otra habitación, descubrí la cama y contemplé los dibujos florales de las sábanas. Luego me duché, me puse el pijama y fui a sentarme frente a la chimenea. Ahora la bruma llegaba a la ventana. Me senté a fumar delante del fuego. Cuando volví a mirar hacia la ventana algo se movió entre la niebla y vi un caballo que comía hierba en el jardín.
Me acerqué a la ventana. El caballo alzó la cabeza y me miró, luego siguió arrancando hierba. Otro caballo entró en el jardín, pasó junto al coche y empezó a pastar. Encendí la luz del porche y me quedé delante de la ventana, mirándolos. Eran caballos altos, blancos, de largas crines. Se habían escapado de alguna granja vecina, por el hueco de una cerca o una portilla abierta. Como quiera que fuese, habían venido a parar a nuestro jardín. Estaban encantados, disfrutando enormemente de su escapada. Y también nerviosos; desde la ventana se les veía el blanco de los ojos. No dejaban de agitar las orejas mientras arrancaban matas de hierba. Un tercer caballo entró vacilante en el jardín, y luego un cuarto. Era una manada de caballos blancos, y estaban pastando en nuestro jardín.
Fui a la habitación de Nancy y la desperté. Tenía rulos en el pelo, los ojos enrojecidos y los párpados hinchados. A los pies de la cama había una maleta abierta.
– Nancy, cariño –le dije–. Ven a ver lo que tenemos en el jardín. Ven, corre. Tienes que verlo. No te lo vas a creer. Date prisa.
– ¿Qué pasa? –dijo–. No me hagas daño. ¿Qué ocurre?
– Tienes que verlo, cariño. No voy a hacerte daño. Lamento haberte asustado. Pero tienes que venir a verlo.
Volví al cuarto de estar, me aposté delante de la ventana y al cabo de unos minutos vino Nancy atándose la bata. Miró por la ventana y exclamó:
– ¡Qué bonitos son, Dios mío!¿De dónde han salido, Dan? Son preciosos.
– Han debido escaparse de una de esas granjas de por ahí –dije–. Voy a llamar a la oficina del sheriff para que localice a los dueños. Pero primero quería que los vieses.
– ¿Crees que morderán? –me preguntó–. Me gustaría acariciar a aquel de allí, el que acaba de mirarnos. Me encantaría pasarle la mano por el cuello. Pero tengo miedo de que me muerda. Voy a salir.
– No creo que muerdan –dije–. No parecen de los que muerden. Pero si sales, ponte algo; hace frío.
Me puse el abrigo encima del pijama y esperé a Nancy. Luego abrí la puerta, salimos al jardín y nos acercamos a los caballos. Todos levantaron la cabeza para mirarnos. Dos de ellos volvieron a bajarla y siguieron comiendo hierba. Otro dio un resoplido y retrocedió, para luego bajar la cabeza a su vez y continuar pastando. Acaricié la cabeza de uno y le palmeé el flanco. Siguió mascando. Nancy alargó el brazo y empezó a acariciar la crin de otro.
– ¿De dónde vienes, bonito? –dijo–. ¿Dónde vives y por qué has salido esta noche, caballito?
Nancy continuó acariciándole la crin. El caballo la miró, resopló entre los labios y volvió a bajar la cabeza. Ella le dio unas palmaditas en el flanco.
– Me parece que voy a llamar al sheriff –dije.
– Todavía no –dijo ella–. Espera un poco. Nunca volveremos a ver una cosa así. Nunca jamás volveremos a tener caballos en el jardín. Espera un poco más, Dan.
Al cabo de un rato, Nancy seguía yendo de un caballo a otro, dándoles palmadas en el lomo y acariciándoles la crin, cuando uno de ellos echó a andar por el camino, pasó delante del coche y salió a la carretera. Entonces comprendí que tenía que llamar.
Momentos después aparecieron dos coches patrulla con sus luces rojas destellando en la niebla. Algo más tarde se presentó un individuo con un chaleco de piel de borrego conduciendo una camioneta con un remolque de caballos. Entonces los caballos se asustaron y trataron de escapar. El individuo del chaleco de piel de borrego soltó un taco e intentó pasar una cuerda por el cuello de uno de los caballos.
– ¡No le haga daño! –gritó Nancy.
Volvimos a la casa y nos pusimos delante de la ventana para ver cómo los ayudantes del sheriff y el granjero reunían los caballos.
– Voy a hacer café –dije–.¿Te apetece una taza, Nancy?
– Te diré lo que me apetece –dijo ella–. Estoy en las nubes, Dan. Como si me hubiera drogado. No sé explicar esta sensación, pero me gusta. Mientras tú haces café yo buscaré música en la radio; después aviva el fuego de la chimenea. Estoy demasiado nerviosa para dormir.
Así que nos sentamos frente al fuego bebiendo café y escuchando una radio de Eureka que emitía toda la noche mientras hablábamos de los caballos y luego de Richard y de la madre de Nancy. Bailamos. No mencionamos para nada nuestra situación. La bruma pendía al otro lado de la ventana y charlamos y estuvimos cariñosos el uno con el otro. Al amanecer apagué la radio, nos acostamos e hicimos el amor.
Por la tarde, cuando hizo todos los preparativos y cerró las maletas, la llevé a un pequeño aeropuerto donde cogería un vuelo a Pórtland. Allí haría trasbordo con otra compañía aérea que la dejaría en Pasco bien entrada la noche.
– Saluda a tu madre de mi parte. Dale a Richard un abrazo y dile que le echo de menos. Dile que le quiero.
– Él también te quiere a ti. Ya lo sabes. En cualquier caso, le verás en otoño, estoy segura.
Asentí con la cabeza.
– Adiós– dijo, tendiéndome los brazos.
Nos abrazamos.
– Me alegro de lo de anoche –dijo–. Los caballos. La conversación. Todo. Es una ayuda. Nunca lo olvidaremos.
Se echó a llorar.
– Me escribirás, ¿verdad? –le dije–. Ni por un momento pensé que nos ocurriría esto a nosotros. Después de tantos años. Ni soñarlo. A nosotros, no.
– Te escribiré –dijo ella–. Cartas muy largas. Las más largas que hayas recibido jamás después de las que te mandaba en el instituto.
– Estaré impaciente por recibirlas.
Luego me miró otra vez y me pasó la mano por la cara. Me dio la espalda y se dirigió al avión que la esperaba en la pista.
Adiós, amada mía, que Dios sea contigo.
Subió al avión y me quedé allí hasta que los motores a reacción se pusieron en marcha. Al cabo de un momento, el avión empezó a rodar por la pista. Despegó sobre la Bahía de Humboldt y pronto se convirtió en un punto en el cielo.
Volví a casa, dejé el coche en el camino de entrada y miré las huellas de los cascos de los caballos. Había marcas profundas en el césped, y calvas, y montones de estiércol. Entré luego en la casa y, sin quitarme siquiera el abrigo, fue al teléfono y marqué el número de Susan.
Raymond Carver
Si me necesitas, llámame (en Si me necesitas, llámame. Traducción de Benito Gómez Ibánez. Anagrama)

 

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