Si me necesitas, llámame, de Raymond Carver

 

Aquella primavera habíamos tenido una relación cada uno por su lado, pero cuando el curso acabó en junio decidimos alquilar nuestra casa en Palo alto y marcharnos los dos a pasar el verano a la costa norte de California. Nuestro hijo, Richard, iría con su abuela, la madre de Nancy, a Pasco, en Washington, donde trabajaría todo el verano con la idea de tener algo de dinero ahorrado en otoño, cuando ingresara en la universidad. Su abuela estaba al tanto de lo que pasaba en casa y había hecho lo imposible para que lo mandáramos con ella, ocupándose de encontrarle trabajo para cuando llegara. Había hablado con un agricultor amigo suyo que le prometió un empleo para Richard. Trabajo duro, porque tendría que levantar cercas y hacer fardos de heno, pero Richard estaba entusiasmado. Se marchó en autobús a la mañana siguiente de la entrega de diplomas en el instituto. Lo llevé a la estación, aparqué el coche y fuimos a sentarnos dentro hasta que anunciaron su autobús. Su madre ya se había despedido de él, prodigándole besos y abrazos y dándole una larga carta que debía entregar a su abuela en cuanto llegara. Nancy se había quedado en casa, haciendo los últimos preparativos de la mudanza y esperando a la pareja de inquilinos. Le saqué el billete, se lo di y nos sentamos a esperar en un banco de la estación. De camino habíamos charlado un poco de la situación.

– ¿Os vais a divorciar mamá y tú? –preguntó.
Era sábado por la mañana y no había mucho tráfico.
– Si podemos evitarlo, no –contesté–. No queremos. Por eso nos marchamos, a pasar el verano sin ver a nadie. Por eso hemos alquilado nuestra casa durante el verano y por eso hemos alquilado otra en Eureka. Y por eso te vas tú también, supongo. Por no hablar de que volverás a casa con los bolsillos llenos de dinero. No queremos divorciarnos. Queremos estar solos durante el verano y ver si arreglamos las cosas.
– ¿Sigues queriendo a mamá? Ella me ha dicho que te quiere.
– Pues claro que la quiero. A estas alturas deberías saberlo. Sólo que hemos tenido un montón de problemas y muchas responsabilidades, como todo el mundo, y ahora necesitamos tiempo para estar solos y encontrar una solución. Pero no te preocupes por nosotros. Tú ve a casa de tu abuela, pasa un buen verano, trabaja mucho y ahorra dinero. Y como también estás de vacaciones, veta a pescar siempre que puedas. Hay buena pesca por allí.
– Y también se puede hacer esquí acuático. Quiero aprender.
– Eso nunca lo he hecho. Procura hacer un poco por mí también, ¿quieres?
Estábamos sentados en la estación de autobuses. Él hojeaba su anuario del instituto, yo tenía un periódico sobre las rodillas. Entonces anunciaron su autobús y nos levantamos. Lo abracé y le dije:
– No te preocupes, ¿eh? ¿Dónde tienes el billete?
Se dio unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta y cogió la maleta. Le acompañé hasta la cola que estaba formando en la terminal, luego lo abracé otra vez, le di un beso en la mejilla y me despedí.
– Adiós, papá –me contestó, dándose media vuelta para que no le viera las lágrimas.
Al volver a casa me encontré con nuestras cajas y maletas en el cuarto de estar. Nancy estaba en la cocina, tomando café con la joven pareja que nos había alquilado la casa durante el verano. Los había encontrado ella. Se llamaban Jerrry y Liz, y estaban preparando la licenciatura en matemáticas. Yo los había conocido sólo unos días antes, pero volvimos a estrecharnos la mano. Nancy me sirvió una taza de café y me senté a la mesa mientras ella acababa de darles instrucciones, diciéndoles lo que debían hacer a principio y a fin de mes, dónde debían enviarnos el correo y cosas por el estilo. Nancy tenía una expresión tensa. El sol se filtraba por los visillos y caía sobre la mesa, señal de que la mañana estaba bien avanzada.
Finalmente, como todo parecía estar en orden, dejé a los tres en la cocina y empecé a cargar el coche. La casa que habíamos alquilado estaba amueblada y tenía de todo, hasta platos y cacharros de cocina, así que no necesitábamos llevarnos mucho, sólo lo estrictamente necesario.
Tres semanas antes había ido a Eureka, a quinientos kilómetros al norte de Palo alto, para alquilar una casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con quien había estado saliendo. Pasamos tres días en un motel de las afueras dela ciudad mientras yo miraba el periódico y visitaba agencias inmobiliarias. Ella me vio extender el cheque por tres meses de alquiler. Después, en el motel, tumbada en la cama, con la mano puesta en la frente, me dijo:
– Qué envidia me da tu mujer. Cómo envidio a Nancy. La gente siempre dice que “la otra” no cuenta, que la titular es quien ostenta los privilegios y el verdadero poder, pero yo nunca había comprendido estas cosas, ni siquiera me habían interesado. Ahora sí. Cómo la envidio. Me da rabia la vida que va a llevar contigo este verano en esa casa. Ojalá fuese yo. Ojalá fuésemos nosotros dos. ¡Cómo siento que no seamos nosotros! ¡Qué horrible es todo esto!
Le acaricié el pelo.
Nancy era alta, de piernas largas, con cabello y ojos castaños y un espíritu generoso. Pero últimamente nos habíamos quedado un poco cortos de generosidad y de espíritu. Salía con un colega mío, divorciado, de cabello gris, siempre muy pulcro, con traje, chaleco y corbata, que bebía demasiado y a quien, según me dijeron unos alumnos, a veces le temblaban las manos en clase. Nancy y él habían empezado su aventura en una fiesta durante las vacaciones, no mucho después de que ella descubriera mi propia infidelidad. Ahora todo eso me parece molesto y aburrido, y lo es, pero en primavera las cosas estaban así y a ello dedicábamos toda nuestra energía y nuestra atención, con exclusión de todo lo demás. A finales de abril ya empezamos a hacer planes de alquilar la casa y marcharnos a pasar el verano a otro sitio, los dos solos, para ver si éramos capaces de arreglar las cosas, si es que tenían arreglo. Acordamos que no llamaríamos, ni escribiríamos ni nos pondríamos en contacto de manera alguna con las otras dos personas. De modo que hicimos los preparativos para la marcha de Richard, buscamos una pareja que nos cuidara la casa y, mirando el mapa, cogí una carretera al norte de San Franciso, llegué a Eureka y encontré una agencia inmobiliaria dispuesta a alquilar una casa amueblada para el verano a un matrimonio respetable de mediana edad. Hasta me parece haber utilizado, que Dios me perdone, la frase “una segunda luna de miel” con el empleado de la agencia mientras Susan fumaba un cigarrillo y hojeaba folletos turísticos en el coche.
Terminé de colocar las maletas, bolsas y cajas en el maletero y el asiento de atrás y esperé a que Nancy acabara de despedirse en el porche. Estrechó la mano a la pareja, dio media vuelta y vino hacia el coche. Les dije adiós con la mano y ellos me devolvieron el saludo. Nancy subió al coche y cerró la puerta.
– Vámonos –dijo.
Puse el coche en marcha y nos dirijimos a la autopista. En el último semáforo vimos un coche que salía de la autopista y venía hacia nosotros. Se le había roto el tubo de escape y lo llevaba a rastras, sacando chispas del asfalto.
– Fíjate –dijo Nancy–. Se puede incendiar.
Esperamos hasta que el coche se detuvo en el arcén.
Paramos en una pequeña cafetería junto a la autopista, cerca de Sebastopol. “Comida y Gasolina”, decía el letrero. Nos hizo reír. Aparqué enfrente y entramos. Nos dirigimos al fondo y nos sentamos a una mesa cerca de una ventana. Después de pedir café y unos sándwiches, Nancy puso el dedo sobre la mesa y empezó a trazar líneas en el tablero. Encendí un cigarrillo y miré al exterior. Un movimiento rápido me llamó la atención y me di cuenta de que era un colibrí en el matorral, junto a la ventana. Picoteando en una flor del matorral, movía las alas con tal rapidez que parecía un punto borroso.
– Mira, Nancy –dije–. Un colibrí.
Pero el pájaro levantó el vuelo en aquel momento y Nancy miró por la ventana y dijo:
– ¿Dónde? No lo veo.
– Estaba ahí hace un momento –dije–. Mira, ahí está. Pero parece distinto. Sí, es otro.
Contemplamos al colibrí hasta que la camarera nos trajo lo que habíamos pedido y el pájaro, asustado por el movimiento, desapareció por la esquina del edificio.
– Vaya, me da la impresión de que es buena señal –dije–. Dicen que los colibríes traen buena suerte.
– Eso lo he oído en alguna parte –dijo ella–. No sé dónde, pero lo he oído. Bueno, pues no nos vendrá mal un poco de suerte. ¿No te parece?
– El colibrí ha sido un buen augurio. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió con la cabeza. Se quedó un momento pensativa y luego dio un mordisco al sándwich.

Llegamos a Eureka poco antes de oscurecer. Después de pasar el motel donde dos semanas antes Susan y yo habíamos dormido tres noches, salimos de la autopista y cogimos una carretera de montaña que dominaba la ciudad. Llevaba las llaves de la casa en el bolsillo. Subimos un par de kilómetros hasta llegar a un pequeño cruce con una estación de servicio y una tienda de comestibles. Al otro lado del valle, frente a nosotros, había montañas cubiertas de árboles; a nuestro alrededor, todo eran campos verdes. Detrás de la estación de servicio pastaban unas vacas.
– Qué paisaje tan bonito –dijo Nancy–. Estoy deseando ver la casa.
– Casi estamos. Justo al final de esa carretera –le dije–, pasando aquella elevación. Ahí la tienes –señalé al cabo de unos momentos–. Ésa es. ¿Qué te parece?
Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando nos detuvimos en el camino de entrada, ella y yo.
– Es bonita –dijo Nancy–. Parece estupenda. Vamos a bajar.
Nos quedamos un momento delante del jardín, mirando a nuestro alrededor. Luego subimos los escalones del porche, abrí la puerta y encendí la luz. Recorrimos la casa. Tenía dos habitaciones pequeñas, un baño, un cuarto de estar con chimenea, amueblado con unos trastos viejos, y una espaciosa cocina con vistas al valle.
– ¿Te gusta? –le pregunté.
– Es maravillosa –dijo Nancy, sonriendo–. Me alegro de que la encontraras. Hemos hecho bien en venir.
Abrió el frigorífico y pasó un dedo por la encimera del fregadero.
– Todo está muy limpio, gracias a Dios. Así no tendré que trabajar.
– Y hay sábanas limpias en las camas. Lo pregunté. Lo he comprobado. Lo alquilan así. Hasta las almohadas. Con fundas y todo.
– Tendremos que comprar algo de leña –dijo Nancy. Estábamos en el cuarto de estar–. En noches como ésta nos vendrá bien encender la chimenea.
– De la leña me ocuparé mañana –dije–. Y aprovecharemos para hacer la compra también, y ver la ciudad.
– Me alegro de que hayamos venido –dijo, mirándome a los ojos.
– Y yo también.
Abrí los brazos y vino hacia mí. La abracé. Sentí cómo temblaba. Alcé su rostro hacia mí y la besé en ambas mejillas.
– Nancy –le dije.
– Me alegro de que hayamos venido –dijo ella.

Pasamos los siguientes días terminando de instalarnos. Fuimos a Eureka a pasear y mirar escaparates. Compramos provisiones. Hicimos excursiones hasta el bosque, atravesando el campo de detrás de la casa. Encontré en el periódico un anuncio de leña y llamé. Un par de días después se presentaron dos jóvenes de pelo largo con una camioneta cargada de leña de aliso que apilaron bajo el tejadillo del garaje. Aquella noche, después de cenar, tomamos café frente a la chimenea y hablamos de tener un perro.
– No quiero un cachorro –dijo Nancy–. Un perro cachorro que vaya ensuciándolo todo por ahí o destrozando cosas con los dientes. Es lo que menos falta nos hace. Pero me gustaría tener un perro, sí. Hace mucho que no tenemos ninguno. Creo que nos vendría bien aquí
– ¿Y cuando volvamos, cuando se acabe el verano? –dije. Formulé la pregunta de otro modo–: ¿Te parece bien tener un perro en la ciudad?
– Ya veremos. Mientras, vamos a buscar uno. El que más nos convenga. Hasta que lo vea no sabré cuál es. Miraremos los anuncios y si es preciso iremos a la perrera.
Pero aunque seguimos hablando del tema durante varios días y mirando perros en los jardines de las casas por las que pasábamos, señalando los que nos gustaría tener, la cosa quedó en nada, acabamos sin coger ninguno.
Nancy llamó a su madre para darle nuestra dirección y el número de teléfono. Richard estaba trabajando y parecía contento. Ella se encontraba estupendamente. Oí que Nancy le decía:
– Estamos muy bien. Esto da buen resultado.
A mediados de julio íbamos un día por la autopista de la costa y al llegar a lo alto de un repecho vimos unas lagunas separadas del mar por bancos de arena. En la orilla había unos pescadores, y dos barcas en el agua.
Salí al arcén y paré.
– Vamos a ver lo que están pescando –dije–. A lo mejor encontramos una caña y podemos ponernos nosotros también.
– Hace años que no vamos de pesca –dijo Nancy–. Desde aquella vez que Richard era pequeño y acampamos cerca del Monte Shasta. ¿Te acuerdas?
– Me acuerdo. Y también acabo de acordarme de que echaba de menos la pesca. Vamos a bajar, a ver lo que pescan.
– Truchas– contestó el hombre cuando le pregunté–. Truchas arco iris, reos. Incluso algunas asalmonadas y unos cuantos salmonetes. Entran en invierno, cuando se abren los bancos de arena, y luego se quedan atrapados en primavera, cuando se cierran. Ahora es la temporada de pesca. Todavía no ha picado ninguna, pero el domingo pasado cogí cuatro, de unos cincuenta centímetros. Es el pescado más delicioso del mundo, y se defienden como demonios. Los de las barcas ya han cogido algunas, pero hasta ahora yo no he hecho nada.
– ¿Qué cebo utiliza? –le preguntó Nancy.
– De todo –contestó el pescador–. Lombrices, huevas de salmón, maíz integral. Sólo hay que lanzarlo lejos, dejar que se hunda, soltar un poco y vigilar la caña.
Nos quedamos allí un rato, observando al pescador y las pequeñas barcas que se desplazaban de un lado a otro de la laguna entre el murmullo de sus motores.
– Gracias –dije al pescador–. Y buena suerte.
– A usted también –dijo él–. Suerte a los dos.
De camino a la ciudad entramos en una tienda de deportes y compramos unas licencias, unas cañas baratas, carretes, hilos de nailon, anzuelos, corchos, plomos y una cesta. Hicimos planes para ir a pescar a la mañana siguiente.
Pero por la noche, después de cenar, fregar los platos y encender la chimenea, Nancy sacudió la cabeza y dijo que aquello no iba a dar resultado.
– ¿Por qué dices eso? –pregunté–. ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que no va a dar resultado. Reconozcámoslo. –Volvió a sacudir la cabeza–: En realidad no tengo ganas de ir a pescar mañana, ni tampoco quiero un perro. No, nada de perros. Más bien me apetece ir a ver a mi madre y a Richard. Echo de menos a Richard –dijo, rompiendo a llorar–. Richard es mi hijo, mi niño, y ya es casi un adulto y pronto se irá. Le echo de menos.
– ¿Y a Del? –dije yo–. ¿También echas de menos a Del Shraeder? A tu amigo. ¿Le echas en falta?
– Esta noche echo a todo el mundo en falta. También a ti. Hace mucho que te echo de menos. Te he echando tanto de menos que es como si no estuvieras conmigo. No sé cómo explicarlo, pero te he perdido. Ya no eres mío.
– Nancy.
– No, no.
Sacudió la cabeza. Se sentó en el sofá, frente al fuego, sin mover la cabeza.
– Mañana quiero coger el avión para ir a ver a mi madre y a Richard. Cuando me marche podrás llamar a tu amiga.
– Eso no –dije–. No tengo ninguna intención de hacer eso.
– La llamarás –dijo ella.
– Y tú llamarás a Del.
Me sentí ridículo al decirle eso.
– Tú puedes hacer lo que te dé la gana –dijo ella, enjugándose las lágrimas con la manga–. Lo digo en serio. No quiero parecer una histérica. Pero yo me voy mañana a Washington. Y ahora me voy a la cama. Estoy agotada. Lo siento. Lo siento por los dos, dan. Esto no va a salir bien. Hoy, ese pescador nos ha deseado suerte. –Sacudió la cabeza–. Yo también nos deseo suerte. La vamos a necesitar.
Entró en el cuarto de baño y oí que abría el grifo de la bañera. Salí al porche y me senté en un escalón a fumar un cigarrillo. Fuera todo estaba oscuro y silencioso. Al mirar a la ciudad, vi un pálido reflejo de luces en el cielo y jirones de bruma flotando en el valle. Empecé a pensar en Susan. Poco después, Nancy salió del baño y oí que cerraba la puerta de su habitación. Entré, puse un tronco en la chimenea y esperé a que las llamas se encaramasen a la corteza. Luego pasé a la otra habitación, descubrí la cama y contemplé los dibujos florales de las sábanas. Luego me duché, me puse el pijama y fui a sentarme frente a la chimenea. Ahora la bruma llegaba a la ventana. Me senté a fumar delante del fuego. Cuando volví a mirar hacia la ventana algo se movió entre la niebla y vi un caballo que comía hierba en el jardín.
Me acerqué a la ventana. El caballo alzó la cabeza y me miró, luego siguió arrancando hierba. Otro caballo entró en el jardín, pasó junto al coche y empezó a pastar. Encendí la luz del porche y me quedé delante de la ventana, mirándolos. Eran caballos altos, blancos, de largas crines. Se habían escapado de alguna granja vecina, por el hueco de una cerca o una portilla abierta. Como quiera que fuese, habían venido a parar a nuestro jardín. Estaban encantados, disfrutando enormemente de su escapada. Y también nerviosos; desde la ventana se les veía el blanco de los ojos. No dejaban de agitar las orejas mientras arrancaban matas de hierba. Un tercer caballo entró vacilante en el jardín, y luego un cuarto. Era una manada de caballos blancos, y estaban pastando en nuestro jardín.
Fui a la habitación de Nancy y la desperté. Tenía rulos en el pelo, los ojos enrojecidos y los párpados hinchados. A los pies de la cama había una maleta abierta.
– Nancy, cariño –le dije–. Ven a ver lo que tenemos en el jardín. Ven, corre. Tienes que verlo. No te lo vas a creer. Date prisa.
– ¿Qué pasa? –dijo–. No me hagas daño. ¿Qué ocurre?
– Tienes que verlo, cariño. No voy a hacerte daño. Lamento haberte asustado. Pero tienes que venir a verlo.
Volví al cuarto de estar, me aposté delante de la ventana y al cabo de unos minutos vino Nancy atándose la bata. Miró por la ventana y exclamó:
– ¡Qué bonitos son, Dios mío!¿De dónde han salido, Dan? Son preciosos.
– Han debido escaparse de una de esas granjas de por ahí –dije–. Voy a llamar a la oficina del sheriff para que localice a los dueños. Pero primero quería que los vieses.
– ¿Crees que morderán? –me preguntó–. Me gustaría acariciar a aquel de allí, el que acaba de mirarnos. Me encantaría pasarle la mano por el cuello. Pero tengo miedo de que me muerda. Voy a salir.
– No creo que muerdan –dije–. No parecen de los que muerden. Pero si sales, ponte algo; hace frío.
Me puse el abrigo encima del pijama y esperé a Nancy. Luego abrí la puerta, salimos al jardín y nos acercamos a los caballos. Todos levantaron la cabeza para mirarnos. Dos de ellos volvieron a bajarla y siguieron comiendo hierba. Otro dio un resoplido y retrocedió, para luego bajar la cabeza a su vez y continuar pastando. Acaricié la cabeza de uno y le palmeé el flanco. Siguió mascando. Nancy alargó el brazo y empezó a acariciar la crin de otro.
– ¿De dónde vienes, bonito? –dijo–. ¿Dónde vives y por qué has salido esta noche, caballito?
Nancy continuó acariciándole la crin. El caballo la miró, resopló entre los labios y volvió a bajar la cabeza. Ella le dio unas palmaditas en el flanco.
– Me parece que voy a llamar al sheriff –dije.
– Todavía no –dijo ella–. Espera un poco. Nunca volveremos a ver una cosa así. Nunca jamás volveremos a tener caballos en el jardín. Espera un poco más, Dan.
Al cabo de un rato, Nancy seguía yendo de un caballo a otro, dándoles palmadas en el lomo y acariciándoles la crin, cuando uno de ellos echó a andar por el camino, pasó delante del coche y salió a la carretera. Entonces comprendí que tenía que llamar.
Momentos después aparecieron dos coches patrulla con sus luces rojas destellando en la niebla. Algo más tarde se presentó un individuo con un chaleco de piel de borrego conduciendo una camioneta con un remolque de caballos. Entonces los caballos se asustaron y trataron de escapar. El individuo del chaleco de piel de borrego soltó un taco e intentó pasar una cuerda por el cuello de uno de los caballos.
– ¡No le haga daño! –gritó Nancy.
Volvimos a la casa y nos pusimos delante de la ventana para ver cómo los ayudantes del sheriff y el granjero reunían los caballos.
– Voy a hacer café –dije–.¿Te apetece una taza, Nancy?
– Te diré lo que me apetece –dijo ella–. Estoy en las nubes, Dan. Como si me hubiera drogado. No sé explicar esta sensación, pero me gusta. Mientras tú haces café yo buscaré música en la radio; después aviva el fuego de la chimenea. Estoy demasiado nerviosa para dormir.
Así que nos sentamos frente al fuego bebiendo café y escuchando una radio de Eureka que emitía toda la noche mientras hablábamos de los caballos y luego de Richard y de la madre de Nancy. Bailamos. No mencionamos para nada nuestra situación. La bruma pendía al otro lado de la ventana y charlamos y estuvimos cariñosos el uno con el otro. Al amanecer apagué la radio, nos acostamos e hicimos el amor.
Por la tarde, cuando hizo todos los preparativos y cerró las maletas, la llevé a un pequeño aeropuerto donde cogería un vuelo a Pórtland. Allí haría trasbordo con otra compañía aérea que la dejaría en Pasco bien entrada la noche.
– Saluda a tu madre de mi parte. Dale a Richard un abrazo y dile que le echo de menos. Dile que le quiero.
– Él también te quiere a ti. Ya lo sabes. En cualquier caso, le verás en otoño, estoy segura.
Asentí con la cabeza.
– Adiós– dijo, tendiéndome los brazos.
Nos abrazamos.
– Me alegro de lo de anoche –dijo–. Los caballos. La conversación. Todo. Es una ayuda. Nunca lo olvidaremos.
Se echó a llorar.
– Me escribirás, ¿verdad? –le dije–. Ni por un momento pensé que nos ocurriría esto a nosotros. Después de tantos años. Ni soñarlo. A nosotros, no.
– Te escribiré –dijo ella–. Cartas muy largas. Las más largas que hayas recibido jamás después de las que te mandaba en el instituto.
– Estaré impaciente por recibirlas.
Luego me miró otra vez y me pasó la mano por la cara. Me dio la espalda y se dirigió al avión que la esperaba en la pista.
Adiós, amada mía, que Dios sea contigo.
Subió al avión y me quedé allí hasta que los motores a reacción se pusieron en marcha. Al cabo de un momento, el avión empezó a rodar por la pista. Despegó sobre la Bahía de Humboldt y pronto se convirtió en un punto en el cielo.
Volví a casa, dejé el coche en el camino de entrada y miré las huellas de los cascos de los caballos. Había marcas profundas en el césped, y calvas, y montones de estiércol. Entré luego en la casa y, sin quitarme siquiera el abrigo, fue al teléfono y marqué el número de Susan.
Raymond Carver
Si me necesitas, llámame (en Si me necesitas, llámame. Traducción de Benito Gómez Ibánez. Anagrama)

 

Autor: Samuel Andrés Arias

Disfruto de aprender y pretender enseñar, por eso soy profesor. La ciencia me paga el sueldo y la literatura me da para vivir, aunque sólo he recibido unas muy pocas monedas de la ingrata. El cine me desaburre de las traidoras que acabo de mentar. He publicado relatos, crónicas, reseñas y ensayos breves en revistas como El Malpensante, Etiqueta Negra, Odradek, Revista Universidad de Antioquia y en otros medios de Latinoamérica. Los invito a visitar los post anteriores al 21 de abril de 2011 en el viejo Cuaderno de Samuel en: http://elcuadernodesamuel.blogspot.com/

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